1920
Imàgenes de la soledad
que vienen a mi
bajo la acallada luz de una làmpara,
delgado trazo de las horas
que me recuerdan el año de 1920:
los encaminados perdìan su ruta,
se oìan largas melopeas,
canciones que hablaban
de còmo las aguas del Jordàn
curaron de lepra a Palestina.
Muchos quisieron escapar
siguiendo el cauce acaracolado de los rìos
y naufragaron contra negros picachos de arrecife:
El Españolero, El Infierno.
Otros divagaban en lo fosco
entre palmeras espectrales
comiendo carne hùmeda,
calentàndose con un fuego encendido
con las boñigas de las bestias
y odorìferas ramas.
No podìamos sembrar sin perder la semilla,
ni criar ganados sin extraviarlos.
Por el Paso de Santa Marìa
llegò un hombre que se llamaba a sì mismo Enoch.
Su cabeza era un madero encendido.
Lo juro por el alma que ha puesto Dios en mì.
Los caballos se tranquilizaron al oìr su voz:
Ustedes andan perdidos?
Si, señor.
Y ustedes no han oìdo ni siquiera cantar los gallos?
No, señor.
Y dijo:
El mundo ha vuelto a ser anciano.
Esa noche dos niños decidieron casarse.
El borboriteo de los pàjaros
hervìa sobre las ramas de los àrboles.
La multitud encendiò grandes fogatas.
Dos hombres a caballo van
tras el cortejo,
mujeres con ramos de lirios muy pàlidos.
Cuando sòlo quedaron tizones encendidos
pasò un jinete ojeroso
en una mula negra
y màs atràs una punta de novillos con sus vaqueros.
Durante una hora estuvieron alinèandoe
por aquèl camino que no conocìan.
La niebla orillaba la coraza de sus caballos.
Ya no se inclinaba una rama
ni hacìa el poniente,
ni hacìa el naciente,
sòlo el polvo y los mujidos
y el restañar del bronce de sus aparejos.
Entre tantos reconocì a unos pocos:
Don Florencio Hernàndez y su caballo amarillo melòn,
el Señor Fuentes, Josè Manuel Pìo
el amo del Piñal,
Don Manuel Castro: arreando ganado.
Los baqueanos de Mata de Totumo, Doña Pancha
y Emilio Carrillo,
el General Galìndez y su espadìn de campaña,
Juancho Rodrìguez
el amo de ojo de Agua en un zaino cabos blancos,
Don Hernàn Moros y el General Gòmez,
Pèrez Soto y Leòn Jurado: todos venìan de lejos
comiendo bosta fresca con hojas secas de guàsimo.
Todos venìan de lejos: arreando ganado.
A la hora tercia de aquella noche
pude escapar y corrì entre àrboles redondos
hasta una antigua casona de zòcalo azul.
Bajo las llamas de unos mechurrios
habìa una hilera de cuartuchos,
un arpista y un maraquero
y danzantes mujeres de la vida
daban vueltas en loco remolino.
Allì
me quedè dormido
con el olor de sus lociones.
Al despertar
sòlo encontrè trozos, cuartos, mitades de cuerpos
quebrados en el espasmo.
En aquel año
lo perdimos todo.
Señor, he huido para no ver tu rostro pero tu rostro va conmigo.
Señor, he huido para no ver tu rostro pero tu rostro va conmigo.
Lo ùnico que nos quedò fue la palabra
y la palabra acampò en nosotros.
que vienen a mi
bajo la acallada luz de una làmpara,
delgado trazo de las horas
que me recuerdan el año de 1920:
los encaminados perdìan su ruta,
se oìan largas melopeas,
canciones que hablaban
de còmo las aguas del Jordàn
curaron de lepra a Palestina.
Muchos quisieron escapar
siguiendo el cauce acaracolado de los rìos
y naufragaron contra negros picachos de arrecife:
El Españolero, El Infierno.
Otros divagaban en lo fosco
entre palmeras espectrales
comiendo carne hùmeda,
calentàndose con un fuego encendido
con las boñigas de las bestias
y odorìferas ramas.
No podìamos sembrar sin perder la semilla,
ni criar ganados sin extraviarlos.
Por el Paso de Santa Marìa
llegò un hombre que se llamaba a sì mismo Enoch.
Su cabeza era un madero encendido.
Lo juro por el alma que ha puesto Dios en mì.
Los caballos se tranquilizaron al oìr su voz:
Ustedes andan perdidos?
Si, señor.
Y ustedes no han oìdo ni siquiera cantar los gallos?
No, señor.
Y dijo:
El mundo ha vuelto a ser anciano.
Esa noche dos niños decidieron casarse.
El borboriteo de los pàjaros
hervìa sobre las ramas de los àrboles.
La multitud encendiò grandes fogatas.
Dos hombres a caballo van
tras el cortejo,
mujeres con ramos de lirios muy pàlidos.
Cuando sòlo quedaron tizones encendidos
pasò un jinete ojeroso
en una mula negra
y màs atràs una punta de novillos con sus vaqueros.
Durante una hora estuvieron alinèandoe
por aquèl camino que no conocìan.
La niebla orillaba la coraza de sus caballos.
Ya no se inclinaba una rama
ni hacìa el poniente,
ni hacìa el naciente,
sòlo el polvo y los mujidos
y el restañar del bronce de sus aparejos.
Entre tantos reconocì a unos pocos:
Don Florencio Hernàndez y su caballo amarillo melòn,
el Señor Fuentes, Josè Manuel Pìo
el amo del Piñal,
Don Manuel Castro: arreando ganado.
Los baqueanos de Mata de Totumo, Doña Pancha
y Emilio Carrillo,
el General Galìndez y su espadìn de campaña,
Juancho Rodrìguez
el amo de ojo de Agua en un zaino cabos blancos,
Don Hernàn Moros y el General Gòmez,
Pèrez Soto y Leòn Jurado: todos venìan de lejos
comiendo bosta fresca con hojas secas de guàsimo.
Todos venìan de lejos: arreando ganado.
A la hora tercia de aquella noche
pude escapar y corrì entre àrboles redondos
hasta una antigua casona de zòcalo azul.
Bajo las llamas de unos mechurrios
habìa una hilera de cuartuchos,
un arpista y un maraquero
y danzantes mujeres de la vida
daban vueltas en loco remolino.
Allì
me quedè dormido
con el olor de sus lociones.
Al despertar
sòlo encontrè trozos, cuartos, mitades de cuerpos
quebrados en el espasmo.
En aquel año
lo perdimos todo.
Señor, he huido para no ver tu rostro pero tu rostro va conmigo.
Señor, he huido para no ver tu rostro pero tu rostro va conmigo.
Lo ùnico que nos quedò fue la palabra
y la palabra acampò en nosotros.
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